Esta es la historia de Yaya, una joven negra de cabello rebelde que se alistaba para viajar a la ciudad a estudiar. El viaje de Yaya se ve interrumpido por una horrorosa sorpresa. Nada más y nada menos que la Tunda: la esposa del diablo.

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A Eulalia Cuenú lo que menos le preocupaba en la vida era tener que soportar miradas en la capital por su color de piel, por el “cabello rebelde” o por sus pronunciadas facciones, ella estaba feliz, porque sabía que era la única de la familia que podría entrar a estudiar a la universidad. Tampoco le importaba que el arroz con coco no le sudara y que de sus tantas idas al río no aprendiera nunca a mover la batea. Su debilidad estaba en las historias que de niña Don Segundo le contaba, como La Tunda, un relato que logró atormentarle la vida. Aunque Eulalia se empeñaba en disfrutar el tiempo que le quedaba en su pueblo, era inevitable pensar cada día en el horroroso momento en el que ésta, tan negra como ella y arrastrando sus cabellos, le visitara para robarle el alma y ocupar su cuerpo lánguido. A Yaya, como le decían de cariño en su hogar, le espantaba la idea de irse de sí misma y quedar dispersa en la incertidumbre.

Tanto la madre como el padre ignoraban el escenario temeroso por el que andaba su primogénita. Pero se enteraron de ésto, una de esas tardes en las que el mar se pica y le niega la entrada a cuanto ser humano se asoma a la orilla, pues los palafitos estaban vacíos y toda la población divisaba una canoa que aparentemente navegaba sin rumbo muy cerca de ellos. Con disimulo, los padres de Yaya se acercaron al tumulto intentado hallarla, pero no había rastro de ella, así que decidieron concentrarse en el atractivo del momento, en el que cada vez más la pequeña embarcación se acercaba a la orilla. Mientras esto sucedía, el ser que habitaba la canoa se retorcía lentamente arrancando con sus manos mechones de cabello y lanzando al cielo maldiciones mudas. ¡Sí!, era Eulalia, era lo que ella temía, era su pelo, era su cuerpo, era su voz, era la Tunda. 

Pero la gente ya no veía más que una canoa solitaria. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, el olor a azufre ya era insoportable y el gentío apenas si pudo reconocer el cuerpo envejecido de la niña Eulalia. Sus padres estaban horrorizados, la Yaya se encontraba tan ligera que parecía flotar dentro de la chalupa. Sus ojos extraviados en la inmensidad del cielo y el cabello a su alrededor terminaron por ahuyentar a la población. Sólo sus padres, desmayados de dolor, y Don Segundo, de estómago muy fuerte, lograron quedarse. La mayoría de los habitantes, a quienes sus leyendas los sostienen, sabían qué pasaría después.  

El cuerpo de esta niña comenzó a separarse. Cada miembro parecía cobrar vida y Don Segundo recitaba en su mente, al compás del desmembramiento, la historia de la Tunda. Aquel ser, del que se desprendían aromas de antaño, muy bien sabía que Eulalia ya no estaba allí, pues quien obraba en ese momento era la misma Tunda. Esto no sólo lo confirmó su bastón, sino también las suaves gotas de agua que una nube armoniosamente dejaba caer y que el sol, casi oculto, ponía a brillar. Esta pequeña lluvia, sinónimo de la presencia de la esposa del diablo, inundó con magia la canoa y así, brotaron al mar no sólo los cabellos de la Yaya, sino cada miembro de ella que agonizaba mediante pequeños saltos. Se dice que lo único que permaneció en aquel bote artesanal fue la cabeza calva de la niña Eulalia. 

Para ese momento, el alma de la Yaya estaba en un bucle y en los palafitos de la población sólo se oían lamentos: “¡Tunda, maldita Tunda!”. 

 

YAYA

Escrito por: Isabella Sánchez

Leído por: Valeria Angola

Afrochingonas, julio de 2023

Isabella Sánchez Victoria

Soy Isabella Sánchez Victoria, nací en Tuluá un 2 de octubre. Crecí en casa de mis abuelos y sus recuerdos me habitan. Mi abuela se marchó, anticipando mi llegada al mundo, como legándome sus manos tejedoras de palabras que se alimentan de la fuerza de mi abuelo, cimarrón quien me atraviesa en la ficción, desde donde elijo pensarme negra, saberme mujer y quererme libre.